DON LUPE.
Radiaba el sol a las seis de la mañana; y Don Lupe ya estaba en pie llenando las alforjas con la comida del día. Abrió las ventanas que parecían pequeñas puertas de madera, entrando de inmediato el frescor del verde cafetalero que rodeaba la propiedad.
A sus cincuenta y dos años, don Guadalupe Avendaño, como es su nombre completo, se sentía en sus propias expresiones como un chiquillo de veinte años. Con sus manos fuertes y llenas de callos a causa del trabajo, la poblada barba blanca por las canas en su rostro tosco de aquellos hombres de antaño. El escaso cabello que le cubría la coronilla, así como un metro ochenta y cinco de estatura que infundía respeto por donde quiera que pasaba.
Su mirada penetrante y fuerte, sus brazos musculosos torneados a causa del embate del cuchillo en su mano contra el monte y la mala hierba de los prados que ha cuidado durante treinta años. Don Lupe, como le decían los amigos de cariño, era realmente un hombre que se formó entre cafetales, entre senderos y troncos de leña quebrada a mano, que era lo que quedaba después de que su trabajo fuerte pasara por los lugares donde existían las faldas de la montaña.
Poniendo en sus alforjas el pan y el queso ahumado que se preparaba en la chimenea. Un recipiente de cerámica fina bien ''tapaito'' como decía él, lleno de frijoles, en otro plato el arroz fresco, recién cocinado. Una botella de lechero con un plástico ''amarrao'' donde se mantenía caliente el cafecito pa' la tarde. Y el pañuelo blanco, como la misma paz que se respira en la tierra, que era el que mojaba con agua del riachuelo para apaciguar los calores de la marcha del día
Son las seis quince de la mañana, y Don Lupe se ha colocado el ''machete'' en la cintura, las alforjas al hombro y el chonete que no se le puede olvidar para tapar el sol y no quemarse la cara. La faja del pantalón bien apretada, y sus botas de hule para cubrirse los pies.
Va dando sus pasos por el pasillo de veraneras que está frente a la casa, y aprovecha para soltar a sus dos fieles acompañantes. Dos perros que no le dejan solo ni un segundo y le cuidan ferozmente como si fuera lo único que tienen. Manchas y Boby, como don Lupe los llamaba. Dos perros de casería que iban delante del señor anunciando la llegada del hombre sencillo a los campos. A lo largo de la entrada de la finca se escuchaban ladrar los dos fieros animales, con su aullido largo y expresivo y unos cuantos metros atrás se sentían los pasos de aquel que se encargaba de que todo estuviera en orden.
Ya estaba por dar las siete de la mañana, como de costumbre don Lupe llegó al bodegón donde estaban sus herramientas, colgó las alforjas bajo la sombra del palo de mango, donde se mantendrían los alimentos lejos del quemante sol, y en las raíces de aquel árbol de fruta, echados los dos guardianes y amigos de don Lupe, Manchas y Boby.
Desabrochó hasta medio pecho su camisa, dio dos dobleces a las mangas para no ensuciar mucho los puños con la mezcla de sudor y polvo, empezando su labor de todos los días.
Solo es escuchaba el choque del filoso cuchillo contra el monte, cuando en cada arrebato la hoja cantaba su canción laboriosa con el viento. Luego podar las matas de café, para prepararlas para la próxima cosecha, y la recolección a mano limpia de las varillas que servían como leña para los fogones de los patrones. Se le metían algunas astillas en las manos cada vez que cortaba los pequeños troncos, y cuando limpiaba las arraigadas maderas que sobraban de las matas que ya no daban fruto, pero don Lupe seguía valiente dejando sus venas en el trabajo libre, porque en la piel de sus manos ya no se sentía la herida, ni la llaga de la leña, ni de la empuñadura del cuchillo o del hacha, porque sus callosidades eran ya el fruto de las caricias de los años en el campo.
El sudor bajó por la frente de don Lupe, cuando dieron las cuatro de la tarde, tomó su cuchillo y lo puso en la funda, para llegar a la casa a llenarlo de filo para el día siguiente, así que lanzando un silbido llamó a sus dos amigos, les recompensó con una pieza de pan a cada uno y tomó sus alforjas emprendiendo la marcha a su casa mientras la tarde moría...
Solo el sol se despedía entre las nubes que besaban los altos de Barbacoas, entre los cerros acostados de Santa Lucía y Piedras Negras, por donde el verano había tranquilizado el paso del río Picagres y llenado de hojas los senderos de mi hermosa tierra puriscaleña...
Rapherty Villalobos Soto
Costa Rica
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Asi es mi Tierra Costarricense.