miércoles, 28 de noviembre de 2018


EL HOMBRE EN LA SILLA.

Allí estaba yo sentado... Abrazado a una taza de café que besaba en medio del pasar del tiempo. Viendo como el humo caliente del café se mecía al ritmo de la brisa burlona cada vez que me acercaba el jarro a la boca con ambas manos, para besarle con serenidad.
Acomodado en una silla de de madera que se mecía con el impulso de mi pie. Reposado sobre dos cojines hechos de trapos viejos y ropas que ya no se usan, guardados en una funda que asemeja una almohada ''hechiza''
Con mi abrigo de cuadros, y unos pantaloncillos de mezclilla azul, comunes y corrientes, y unas sandalias que cubren solo las plantas de mis pies. Sintiendo el frío de las mañanas de noviembre, enamorándome del paisaje de unas montañas llenas de lejanía ante mis ojos. Un cielo blanco lleno de nubes que huyen en el viento, del sol travieso que las traspasa con sus rayos de calor.
Mi piel eriza... Siento que la vida me ha dado lo justo y merecido cada vez que logro ver los tucanes en las arboledas, jugando entre los follajes.
Cantan los lirios el mecer de sus campanas, despidiendo aquel aroma a noche y soledad. Llamando al cedro que reina en el centro de la cerca para que no deje de despedir su aroma de grandeza. Todo está en su lugar, y cada lugar es un espacio equilibrado donde no puede faltar nada. Levanto mi mirada y logro ver algunas gotas de rocío armando el espectáculo, como trapecistas colgando del borde del tejado.
Yo solo estoy sentado en una silla, viendo como los segundos sin tregua se llevan el día a día de todo lo que me rodea.
No hay nada que cambiar, y el show debe continuar. Esta escrito en cada piedra por donde el caudal de la quebrada de la calle la Cachera pasa libremente. Y vuela la existencia en las alas de los caciques y sus plumajes rojos.
Si esta silla pudiera hablar en cada tarde de lunes. Si la quietud fuera la oradora de mis noches en compañía de un café...
Tomo otro sorbo más de café, amando el calor que resbala por mi garganta. Calentando mis venas, mi sangre y mi pensamiento, sin dejar de mirar cada detalle, incluso el musgo verde que crece como alfombra en las gradas de la entrada de mi casa. Me siento un rey disfrutando de su reino... Aunque solo sea un hombre sentado en una silla de madera.
Ya llegó la hora de levantarme, de dejar que descanse ese lugar tan preciado donde me siento a ver pasar las horas. Enamorado de la vida, y con algunos recuerdos haciendo desorden en mi mente. A veces creo que esta bendita locura es lo que todo hombre que se sienta en una silla puede anhelar para seguir viviendo...

Rapherty Villalobos Soto
Autor de Ilusiones
Costa Rica.
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jueves, 22 de noviembre de 2018

LA CABAÑA DEL TÍO HUGO

En la cabaña del Tío Hugo, en las cercanías del cerro Zurquí, el sol empezaba a besar tiernamente el tejado de la sencilla choza. Una casita con paredes de adobe, pintada con los clásicos colores blanco y azul de aquellas épocas de antaño. Con tejas del color ladrillo que adornaban cada rincón del techo. Y pegadas con algo de brea para que el agua no se colara por las hendiduras. Una puerta de madera de pino toda tallada a mano, parecía como si hubiese sido creada para el paso de un palacio, y los ventanales divididos en cuadros de cuatro cristales donde se podía ver caer el sereno de las montañas aledañas al cerro y la blancura de unas cuantas nubes de niebla que se paseaban por los caminos desde la vía principal hasta el bosque de pinos y cipreses. Todo se podía ver acariciado por la mano de la brisa mezclada con ligero rocío celestial. Incluso el río Concepción se lucía con su música al pasar su caudal entre las piedras afinadas por el agua que no se detenía., agua limpia y cristalina agua que era el manjar de los caminantes que a diario pasaban por aquellos rincones apartados de la ciudad. Ya en los arbustos cercanos a la cabaña las frambuesas se ven adornando de color rojo el ambiente, el dulce sabor de los campos pidiendo sea cosechado para que en las cocinas de los hogares las abuelitas puedan hacer la rica mermelada para endulzar el paladar.
El tío Hugo saca su silla mecedora, donde suele sentarse con el  sombrerito que usa para tapar su calvicie y su pipa, unas pantuflas de lana en sus pies, y la bufanda que le calienta el cuello y parte de su pecho. Llena con algo de tabaco la madera de la pipa, y con un tizón de la chimenea se dispone a fumar su tabaco aromatizando la casa del olor a vainilla y chocolate. Aquella chimenea donde de chamaco con mis hermanos solíamos acostarnos en las colchonetas de paja para pasar calientes toda la noche. Esa chimenea que sigue siendo la misma, hecha con ladrillos y el ingenio del querido Tío Hugo, que toda su vida la dedicó a las construcciones.
Él besa la pipa una y otra vez, mientras que con uno de sus pies impulsa la silla meciéndose suavemente sobre el piso de ocre rojo. Viendo como cae la tímida llovizna que no es más que el anuncio del despertar cercano de un nuevo verano. A su lado su fiel amigo Cuzco, un perro negro algo perezoso, de mirada fiera pero obediente, el guardián de la cabaña, y de la vida del anciano Tío Hugo que solo espera con paciencia en su mirada el pasar de los años.
Se acerca la tarde, él parece una estatua adornando el pequeño corredor de la casa, en compañía del can, y el aroma del pino hecho leña a base de hacha, que es utilizada para alimentar el fuego de aquel lugar tan especial. Todo tiene su lugar en aquella casa, desde el tejado hasta el último jarrón que adorna cada esquina de la casa. Aún huele a hogar, se respira el silencio de paz que hay en la canción de las montañas, y el trinar de los pajarillos de pecho amarillo que con su tonada llenan de alegría aquellos celajes que parecen llorar en cada gota de lluvia caída por la soledad de las cumbres del Cerro Zurquí.
Y el Tío Hugo con su montón de años, sus sueños al hombro y su sonrisa coqueta, levanta la mano para saludar al atardecer. Se ve desde la estancia el sol ambarino escondiéndose entre las montañas, cubriendo su paso con algunas nubes que se han quedado enredadas en le firmamento. En sus adentros dice -ya es hora de levantarme de la silla-
Abrigando su espalda con el abrigo de lana a cuadros que le regaló la abuelita, y enrollando una vez más su bufanda, sacude la pipa antes de entrar, botando la ceniza acumulada, y dando pasitos con sus pantuflas de lana por el piso enrojecido por el ocre. El eco lo espera sentado en el sillón, donde como cada día enciende su viejo radio de transistores para escuchar esa música que tanto le gusta y algunas que otras noticias que lo hacen mantenerse conectado con el mundo. Y mientras el crepitar de los troncos en el fuego de la chimenea se consumen, el Tío Hugo le da la bienvenida a la noche que viene a dormir con él.
Y la cabaña sigue siendo la misma, viendo en sus adentros como las horas tiñen de blanco el escaso cabello que queda en la  cabeza pensante del humilde señor.
Como parte del paisaje, la vejez sencilla y campesina del hombre, que en su cabaña vive la alegría de su soledad esperando a que los minutos tengan a bien acompañarle a tomar un café...

Rapherty Villalobos Soto
Autor de Ilusiones
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Costa Rica.
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miércoles, 14 de noviembre de 2018

HUELE A DICIEMBRE.

El viento sopla su canción, y las ramas de los pinos se suman al concierto en coro entre la ligera llovizna y las grises nubes del firmamento. Huele a ciprés y a hermosa serenidad. En medio de los fríos de noviembre ya las sonrisas de las gentes empiezan a adornar los rostros de los adultos y a llenar de algarabía los corazones de los niños y los jóvenes.

-Hay que preparar las hojas pa' los ''tamalitos'' antes de que el viento las corte todas - dice doña China. Una noble señora de manitas arrugadas y piel canela. Con sus lentes para poder ver un poco más allá de su nariz, su cabello largo y trenzado color negro. Su delantal puesto con pastoras bordadas en las bolsas como adorno. Una imagen que hace recordar que ya el final del año se acerca.

Mientras tanto el avance del día no se nota por la ligera nubosidad que cuenta como un una historia de nunca acabarse la etapa de transición del invierno al verano. Aún caen lluvias, solo que llenas de timidez... Y el sol por las mañanas se esconde lleno de vagancia entre el salir por las montañas y el escondite entre las nubes.

Por la callejuela de lastre se escucha el rodar de la carreta de don Pedro. Se oye el paso majando las piedras y la arena por el carruaje que es tirado por dos bueyes blancos. Robustos animales en cuya humildad y sumisión el señor que los guía ha puesto toda la confianza del transporte de su leña y sus frutos pa' la cocina de doña China.

-Buenos días Don pedro, ¿como dice uste' que me le va yendo?- Se escucha desde una de las casas de madera y barro que adornan el camino puriscaleño.
Y don Pedro con su figura tosca y valerosa, sus pies descalzos y los ruedos de su pantalón doblados hasta arriba del tobillo. Con mirada fuerte y penetrante, pero con una sonrisa llena de honestidad y amor solo respondió...
-Pues aquí vamos Don Carlitos, echando pa' alante, jalando leña pa' la mujer porque sino no hay comida en la tardecita. Y ya ve ''uste'' que el cafecito hace mucha falta con estos condenaos ''friitos''-

Huele a diciembre en mi bello Puriscal, y su gente sabe que es una de las épocas en las que la humanidad retorna a sus caminos, en donde nos damos cuenta que todos necesitamos de todos. Y la canción de los cipreses sigue sonando con el pasar de la brisa que anuncia con su rebeldía la llegada de la navidad.
Las pequeñas gotas de llovizna o los ''chubascos'' adornando los ventanales, anunciando el paso de los fríos. Los ''pasitos''  y pesebres en las esquinas de las casas, hechos con el esmero de las mujeres y la ayuda de los niños.

En las matas de los cafetales, las gotas de agua resbalando hasta besar el suelo y alimentar así el fruto de la tierra. Humo blanco saliendo de las cocinitas de leña, abriéndose paso por las chimeneas hechizas en las cocinas. El aroma del terruño donde el seno de la familia podía dar gracias por cada cosa y cada hecho vivido.

Y mientras el verano va asomando sus ojos por en medio de las colinas, el invierno se acuesta en su lecho de hojas verdes y riachuelos esperando que en el próximo año se pueda despertar...

Rapherty Villalobos Soto
Autor de Ilusiones
Costa Rica
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sábado, 10 de noviembre de 2018

EL PRÍNCIPE DE LA SABANA.

Un chillido sonó en la mañana, como cuando el ''portoncillo'' del potrero se abre y rechina por la falta de lubricación en sus metales. 
Al fondo, en los pastizales, se veía el árbol de guanacaste con sus ramajes imponentes dando la bienvenida al ganado y a sus pastores. La sola vista de aquel coloso era una invitación para llegar a sentarse bajo su sombra y sacar el ''gallito'' pa' desayunar como Dios manda. 

Entre hojas de plátano y ''limpiones'' blancos con bordados hechos a mano por las ''abuelitas'' los campesinos y pastores de ganado empezaban a saborearse su desayuno. Apenas eran las seis treinta de la mañana y aunque era muy temprano pues, el trabajador con hambre no trabaja bien, así que había que darle algo a estómago. 
Y empezaban a emanar los aromas a ''gallo pinto'' con tortilla ''palmeada'' . A ''cuajada'' fresca  lista para darse cuatro gustos. Sentados en las raíces del gigante guanacasteco los peones y trabajadores con sus pañuelos rojos en el cuello y sus sombreritos pal' sol  empezaban a ''llenar la tripa'' 

A lo lejos se veía venir al capataz, que bueno, el no traía nada para comer porque siempre alguno lo invitaba. Con cara de ''cascarrabias'' con su machete en la cintura, bien ''afilaito'' se acercaba donde los señores estaban comiendo su tamal con ''cafecito chorreao'' y nada más iba pasando revista para ver cual estaba más cargadito de comida. 

El viento soplaba frescor en la mañana, siendo las siete en punto empezó don Cornelio a repartir trabajo entre los pastores y peones del lugar como todos los días de la semana a la misma hora. 
Unos a cuidar el ganado, otros a ordeñar las vacas. Algunos a reparar la cerca de la finca para evitar que se metieran los amigos de lo ajeno a llevarse las vaquillas. Y los más jóvenes a cortar el pasto malo de la finca para que cuando llegaran los dueños aquello estuviera bien ''aseadito'' y como es de suponerse, Don Cornelio a enamorar a la cocinera pa' que en la tardecita le diera su buen almuerzo. 

Todos los bolsos y alforjas quedaban al pie del enorme guanacaste, colgados en sus ramas para que los perrillos no le llegaran a la comida. Y el puñado de bicicletas ahí mismo mal acomodadas, el medio de transporte de los vecinos para poder llegar y salir del trabajo. 

El día avanzaba en el potrero y todo mundo apurándose para aprovechar el tiempo  porque en los campos los minutos se van en un abrir y cerrar de ojos. En un pestañeo ya eran las tres de la tarde y nadie quería salir tarde al pueblo para poder hacer las compras de la noche. Ir al mercado y conseguir la verdura y el pancito del día siguiente y llegar a compartir con sus familias la llegada del anochecer. Y lo más jóvenes llevar a su novia de paseo por el pueblo. 
Don Cornelio, el capataz, vivía ahí mismo y a ese no le preocupaba nada. Solo la molestia de ver como se escapaba de la cocinera que al final de la tarde lo andaba buscando para que le diera sus cariños a cambio del almuerzo que le había dado. Y este medio sinvergüenza  se perdía entre el ganado y el guanacaste para no pagar la deuda del enamoramiento. 

Otro día más en mi hermosa tierra, allá en los polvorientos caminos por donde a pie descalzo pasan todos los trabajadores viendo desde las afueras al imponente y  majestuoso rey de los campos. El árbol de guanacaste príncipe de años de aquella pequeña sabana en medio del paraíso... 

 Rapherty Villalobos Soto 
Autor de Ilusiones 
Costa Rica 
derechos reservados de autoría. 


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Cae la tarde

 Cae el atardecer sobre las montañas josefinas, se adorna la capital con su frío veraniego dando un matiz ambarino a los pasos de la gente q...