Cuando mi mamá despertaba en las mañanas, apenas el gallo daba sus primeros cantos y el alba se asomaba tímidamente por las ventanas de vidrio y tabloncillo. Lo primero que hacía era irse para la parte de atrás de la casa, a meter la leña para comenzar a darle vida a su cocina. Con sus cabellos largos amarrados con un pañuelito blanco, y su delantal con pastoras dibujadas en cada una de sus bolsas. Eran las cinco y treinta de la mañana y ya sonaban las ollas y las cucharas como un concierto típico de cada alba.
Todo bien limpiecito, su moledero y sus cuchillos, listos para empezar a picar los alimentos y dar inicio a la faena de experta cocinera. El humo con aroma a leña recién cortada, las varillas de café seco y algunas piezas y troncos de poró iban tomando su calor entre las brazas del día anterior. Yo apenas tenía doce años. Y como cada fin de semana, me levantaba de mi cama apenas me llegaba el aroma a cafecito ''chorreao'' y a torta de huevo con tortilla de queso. Al llegar a la cocina de mamá le daba un beso en la frente como símbolo de mi respeto. Y al lado de ella estaba su cafetera toda tiznada de tanto llevar fuego, y que ella dejaría reluciente con un trozo de alambrina después de lavarla.
-¿Va a desayunar papito?- me decía ella con esa voz dulce que jamás podré olvidar. Y yo solo asentía con la cabeza ya imaginándome el sabor de aquella comida que solo sus manitas ya algo arrugaditas podían preparar.
-Claro ma, que rico desayunar...- le decía yo con aquellas ganas de empezar mi mañana con el cariño en un plato y el amor en un vaso, como solo mi mamá sabía dármelo.
-Bueno, vaya y se lava la cara y las manos, y se pone zapatos para que no le de frío. Y después va al aparador y me trae dos huevos y si puedes me traes más leña papá- Me decía con voz algo imperativa.
Inmediatamente me levantaba de la silla desde donde me gustaba verla cocinar. Obedeciendo me aseaba y después, a jalar toda la leña posible para el uso durante el día. Luego pasaba por los dos huevos para que ella los cocinara y desde atrás de la casa se apercibía el aroma a café. ¡Que rico que olía! Era magia para mis sentidos. Luego se escuchaba el sonido de los huevos en el comal cocinándose para luego ponerlos en el plato junto a las tortillas que ella ya había palmeado desde temprano.
Aquel sonido era definitivamente la vida misma dando forma a las cosas por medio de las manitas de mamá. Golpeando con agilidad y estilo la masa para formar el círculo perfecto de la tortilla. Aliñando el producto con el queso que le vendía don José. Dos tortillas enormes hechas con las palmas de sus manitas, con dos huevos fritos y café hecho chorreao en la bolsa de tela.
Ya eran casi las nueve de la mañana, y mamá como todos los días decía :
-Hay que apurarse papá, porque ya por ser las once de la mañana se fue el día, y no hay marcha atrás-
Y si que tenía razón... Apenas daba el medio día y el sol llegaba a su perfección, cuando menos se daba uno cuenta ya el astro rey estaba buscando su descanso. Solo se podían ver los atardeceres en medio de las arboledas, dando sus últimos rayos de calor. La noche saludaba con su ambarino celaje y sus vientos que besando las hojas de las flores danzaban entre el pasto de los potreros.
En la cocina de mamá, solo se notaba el alumbrar del fuego, con alguna que otra candela en las esquinas para iluminarse un poco más. Y recordar todo tan reluciente, los pañitos blancos como un ajito, decía mi abuelo, y los jarros colgando de los clavos bien ordenados todos en un mismo lugar. No había nada que se le escapara. Y al llegar la noche las manos de mi mamita peinando su largo cabello rizado, para luego hacerse un moño y así descansar. El beso de sus labios en mi frente era la señal de que aquel día en mi tierra había llegado a su fin.
Te recuerdo marmita, en tu cocina de leña y en el beso de tu amor en mi rostro con tus manitas siempre diciéndome ... ¡Dios te bendiga!
Rapherty Villalobos Soto
Autor de Ilusiones
Costa Rica
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