jueves, 22 de noviembre de 2018

LA CABAÑA DEL TÍO HUGO

En la cabaña del Tío Hugo, en las cercanías del cerro Zurquí, el sol empezaba a besar tiernamente el tejado de la sencilla choza. Una casita con paredes de adobe, pintada con los clásicos colores blanco y azul de aquellas épocas de antaño. Con tejas del color ladrillo que adornaban cada rincón del techo. Y pegadas con algo de brea para que el agua no se colara por las hendiduras. Una puerta de madera de pino toda tallada a mano, parecía como si hubiese sido creada para el paso de un palacio, y los ventanales divididos en cuadros de cuatro cristales donde se podía ver caer el sereno de las montañas aledañas al cerro y la blancura de unas cuantas nubes de niebla que se paseaban por los caminos desde la vía principal hasta el bosque de pinos y cipreses. Todo se podía ver acariciado por la mano de la brisa mezclada con ligero rocío celestial. Incluso el río Concepción se lucía con su música al pasar su caudal entre las piedras afinadas por el agua que no se detenía., agua limpia y cristalina agua que era el manjar de los caminantes que a diario pasaban por aquellos rincones apartados de la ciudad. Ya en los arbustos cercanos a la cabaña las frambuesas se ven adornando de color rojo el ambiente, el dulce sabor de los campos pidiendo sea cosechado para que en las cocinas de los hogares las abuelitas puedan hacer la rica mermelada para endulzar el paladar.
El tío Hugo saca su silla mecedora, donde suele sentarse con el  sombrerito que usa para tapar su calvicie y su pipa, unas pantuflas de lana en sus pies, y la bufanda que le calienta el cuello y parte de su pecho. Llena con algo de tabaco la madera de la pipa, y con un tizón de la chimenea se dispone a fumar su tabaco aromatizando la casa del olor a vainilla y chocolate. Aquella chimenea donde de chamaco con mis hermanos solíamos acostarnos en las colchonetas de paja para pasar calientes toda la noche. Esa chimenea que sigue siendo la misma, hecha con ladrillos y el ingenio del querido Tío Hugo, que toda su vida la dedicó a las construcciones.
Él besa la pipa una y otra vez, mientras que con uno de sus pies impulsa la silla meciéndose suavemente sobre el piso de ocre rojo. Viendo como cae la tímida llovizna que no es más que el anuncio del despertar cercano de un nuevo verano. A su lado su fiel amigo Cuzco, un perro negro algo perezoso, de mirada fiera pero obediente, el guardián de la cabaña, y de la vida del anciano Tío Hugo que solo espera con paciencia en su mirada el pasar de los años.
Se acerca la tarde, él parece una estatua adornando el pequeño corredor de la casa, en compañía del can, y el aroma del pino hecho leña a base de hacha, que es utilizada para alimentar el fuego de aquel lugar tan especial. Todo tiene su lugar en aquella casa, desde el tejado hasta el último jarrón que adorna cada esquina de la casa. Aún huele a hogar, se respira el silencio de paz que hay en la canción de las montañas, y el trinar de los pajarillos de pecho amarillo que con su tonada llenan de alegría aquellos celajes que parecen llorar en cada gota de lluvia caída por la soledad de las cumbres del Cerro Zurquí.
Y el Tío Hugo con su montón de años, sus sueños al hombro y su sonrisa coqueta, levanta la mano para saludar al atardecer. Se ve desde la estancia el sol ambarino escondiéndose entre las montañas, cubriendo su paso con algunas nubes que se han quedado enredadas en le firmamento. En sus adentros dice -ya es hora de levantarme de la silla-
Abrigando su espalda con el abrigo de lana a cuadros que le regaló la abuelita, y enrollando una vez más su bufanda, sacude la pipa antes de entrar, botando la ceniza acumulada, y dando pasitos con sus pantuflas de lana por el piso enrojecido por el ocre. El eco lo espera sentado en el sillón, donde como cada día enciende su viejo radio de transistores para escuchar esa música que tanto le gusta y algunas que otras noticias que lo hacen mantenerse conectado con el mundo. Y mientras el crepitar de los troncos en el fuego de la chimenea se consumen, el Tío Hugo le da la bienvenida a la noche que viene a dormir con él.
Y la cabaña sigue siendo la misma, viendo en sus adentros como las horas tiñen de blanco el escaso cabello que queda en la  cabeza pensante del humilde señor.
Como parte del paisaje, la vejez sencilla y campesina del hombre, que en su cabaña vive la alegría de su soledad esperando a que los minutos tengan a bien acompañarle a tomar un café...

Rapherty Villalobos Soto
Autor de Ilusiones
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Costa Rica.
Imagen de la red
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2 comentarios:

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